domingo, 27 de septiembre de 2020

BIOGRAFÍA DE FRNACISCO ROJAS GONZÁLEZ

 

Francisco Rojas González

(Guadalajara, 1904-1951) Escritor mexicano recordado especialmente como autor de la recopilación de relatos breves El diosero (1952), destacada obra en la línea de la narrativa indigenista hispanoamericana que a lo largo de la primera mitad del siglo XX cultivaron Alcides Arguedas, Jorge Icaza o Ciro Alegría, entre otros. Su novela La negra Angustias (1944), en cambio, retomó la «Novela de la Revolución» de Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán.


Francisco Rojas González

En su juventud siguió la carrera diplomática, que lo llevó por diversos países del mundo, y trabajó asimismo en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Se interesó en especial por temas relacionados con la antropología y la sociología mexicana, lo que le permitió ahondar en los ambientes de sus novelas y relatos cortos, caracterizados por su gran sencillez y diafanidad estilísticas.

De la producción literaria de Francisco Rojas González cabe destacar novelas como La negra Angustias (1944) y Lola Casanova (1947) y los relatos Historia de un frac (1930), El pajareador (1934), Chirrín y la celda 18 (1944) y Cuentos de ayer y de hoy (1946), de contenido costumbrista. La recopilación de cuentos El diosero, publicada póstumamente en 1952, trata los temas de la población indígena de México con un espíritu de apasionada observación, y muestra un conocimiento directo de las creencias religiosas y las actitudes de los indios; fue reeditada en 1996 con el título El diosero y otros relatos indígenas.

Pocas veces han sido tan excelentemente tratados los temas indígenas mexicanos que constituyen el fondo de los cuentos de El diosero. Sus páginas aúnan la calidad artística con la elaboración de escenas y sucedidos en núcleos indígenas de distintas zonas de la nación mexicana, y en todas ellas destaca el espíritu de amorosa observación, directo e intencionado, de que hace gala su autor. De los trece relatos que forman esta recopilación, El diosero, que ocupa el décimo lugar, da nombre a la colección. Su protagonista es un indio moldeador de ídolos; el secreto de su poder radica en que su fabricación ha de llevarse a cabo lejos de la mirada de cualquier mujer. Tiene su taller en plena selva y, un día en que se desata una terrible tormenta, ha de ponerse a trabajar en un dios capaz de detenerla, lo que finalmente logra.

Igual de fascinantes, en su simplicidad, resultan los restantes cuentos de la colección. La Tona relata el parto de una indígena primeriza, con todo el ritual asociado; el padre de la criatura rodea con cenizas del hogar todo el exterior de la vivienda, atento a ver las huellas que aparezcan en las mismas del ave o animal que haya de ser la tona, el espíritu protector del recién nacido. Los novios refleja las ceremonias y pactos familiares de los casamientos indígenas.

En Las vacas de Quiriviquita, una joven madre india se ve obligada, a causa de una hambruna, a convertirse en la nodriza de una familia rica de la ciudad, dejando a su propia hija en manos del marido con el encargo de que la críe con "leche de cabra mediada con arroz". En El Cenzontle y la vereda, los aviones que sobrevuelan los territorios de los indios son abominados por las gentes ignorantes, porque creen que aquellos pájaros ruidosos se alimentan con sus carnes. La quinina dada por los aviadores a una tribu de palúdicos deshace el maleficio.

La cabra en dos patas se desarrolla en un chamizo hospitalario en el que se ganaba la vida Juá Shotá, ofreciendo una jícara de pulque al viandante. Era pobre, pero feliz, con su mujer y su hija María Agrícola. Hasta que un día acampó allí enfrente un "inginiero" con su esposa de ojos verdes y suaves modales. El "inginiero" se prendó de la belleza juvenil y montaraz de su hija y le propuso a Juá Shotá, rebautizado en aquel momento con el nombre de Juan Nopal, la compra de María Agrícola, "una cabra en dos patas", por diez pesos. El argumento de Los diez responsos es más humano y pegado a la tierra. El indio Plácido Santiago ha muerto atropellado; el cadáver llega al pueblo a horcajadas de un borrico. Se organiza el velorio, que esta vez corre por cuenta del Tío Roque Higuera, hombre generoso que informó a la concurrencia de que, por su cuenta, había mandado buscar al cura de Ixmiquilpan para que rezara diez responsos.

La triste historia del Pascola Cenobio refiere la suerte de Cenobio, pobre danzarín feriante enamorado de Emilia, hija de un labrador modesto, pero acomodado. Para no ser una carga para su futuro suegro se fue a buscar una mejora económica trabajando de peón minero en otros pagos. A su regreso, un paisano suyo borracho lo insultó y lo despreció. Cenobio lo mató. Todas las mozas querían a Cenobio, pero estaba condenado a muerte si la viuda no disponía lo contrario. Y Cenobio hubo de casarse con Marciala Morales, la viuda del que le insultó, para alimentar a los nueve huérfanos que habían quedado. Completan la colección los relatos titulados Hículi hualula, La parábola del joven tuerto, Carlos Mango, Nuestra Señora de Nequetejé y La plaza de Xoxocotla.


LAS VACAS DE QUIVIQUINTA


Los perros de Quiviquinta tenían hambre; con el lomo corvo y la nariz hincada en los baches de las callejas, el ojo alerta y el diente agresivo, iban los perros de Quiviquinta; iban en manadas, gruñendo a la luna, ladrando al sol, porque los perros de Quiviquinta tenían hambre…

Y también tenían hambre los hombres, las mujeres y los niños de Quiviquinta, porque en las trojes se había agotado el grano, en los zarzos se había consumido el queso y de los garabatos ya no colgaba ni un pingajo de cecina…

Sí, había hambre en Quiviquinta; las milpas amarillearon antes del jiloteo y el agua hizo charcas en la raíz de las matas; el agua de las nubes y el agua llovida de los ojos en lágrimas.

En los jacales de los coras se había acallado el perpetuo palmoteo de las mujeres; no había ya objeto, supuesto que al faltar el maíz, faltaba el nixtamal y al faltar el nixtamal, no había masa y sin ésta, pues tampoco tortillas y al no haber tortillas, era que el perpetuo palmoteo de las mujeres se había acallado en los jacales de los coras.

Ahora, sobre los comales, se cocían negros discos de cebada; negros discos que la gente comía, a sabiendas de que el torzón precursor de la diarrea, de los ―cursos‖, los acechaba.

— Come, m‘hijo, pero no bebas agua —aconsejaban las madres.

— Las gordas de cebada no son comida de cristianos, porque la cebada es ―fría‖ —prevenían los viejos, mientras llevaban con repugnancia a sus labios el ingrato bocado.

— Lo malo es que para el año que‘ntra ni semilla tendremos —dijo Esteban Luna, mozo lozano y bien puesto, quien ahora, sentado frente al fogón, miraba a su mujer, Martina, joven también, un poco rolliza pero sana y frescachona, que sonreía a la caricia filial de una pequeñuela, pendiente de labios y manecitas de una pecho carnudo, abundante y moreno como cantarito de barro.

— Dichosa ella —comentó Esteban— que tiene mucho de donde y qué comer.

Martina rió con ganas y pasó su mano sobre la cabecita monda de la lactante.

— Es cierto, pero me da miedo de que s‘empache. La cebada es mala para la cría…

Esteban vio con ojos tristones a su mujer y a su hija.

— Hace un año —reflexionó—, yo no tenía de nada y de nadie por que apurarme… Ahoy dialtiro semos tres… Y con l‘hambre que si‘ha hecho andancia.

Martina hizo no escuchar las palabras de su hombre; se puso de pie para llevar a su hija a la cuna que colgaba del techo del jacal; ahí la arropó con cuidados y ternuras. Esteban seguía taciturno, veía vagamente cómo se escapaban las chispas del fogón vacío, del hogar inútil.

— Mañana me voy p‘Acaponeta en busca de trabajo…

— No, Esteban —protestó ella—. ¿Qué haríamos sin ti yo y ella?

— Fuerza es comer, Martina… Sí, mañana me largo a Acaponeta o a Tuxpan a trabajar de peón, de mozo, de lo que caiga.

Las palabras de Esteban las había escuchado desde las puertas del jacal Evaristo Rocha, amigo de la casa.

— Ni esa lucha nos queda, hermano —informó el recién llegado—. Acaban de regresar del norte Jesús Trejo y Madaleno Rivera; vienen más muertos d‘hambre que nosotros… Dicen que no hay trabajo por ningún lado; las tierras están anegadas hasta adelante de Escuinapa… ¡Arregúlale nomás!

— Entonces… ¿Qué nos queda? —preguntó alarmado Esteban Luna.

— ¡Pos vé tú a saber…! Pu‘ay dicen quesque viene máiz de Jalisco. Yo casi no lo creo… ¿Cómo van a hambriar a los de po‘allá nomás pa darnos de tragar a nosotros?

— Que venga o que no venga máiz, me tiene sin cuidado orita, porque la vamos pasando con la cebada, los mezquites, los nopales y la guámara… Pero pa cuando lleguen las secas ¿qué vamos a comer, pues?

— Ai‘stá la cuestión… Pero las cosas no se resuelven largándonos del pueblo; aquí debemos quedarnos… Y más tú, Esteban Luna, que tienes de quen cuidar.

— Aquí, Evaristo, los únicos que la están pasando regular son los que tienen animalitos; nosotros ya echamos a l‘olla el gallo… Ahí andan las gallinas sólidas y viudas, escarbando la tierra, manteniéndose de pinacates, lombrices y grillos; el huevito de tierra que dejan pos es pa Martina, ella está criando y hay que sustanciarla a como dé lugar.

— Don Remigio ―el barbón‖ está vendiendo leche a veinte centavos el cuartillo.

— ¡Bandidazo…! ¿Cuándo se había visto? Hoy más que nunca siento haber vendido la vaquilla… Estas horas ya‘staría parida y dando leche… ¿Pa qué diablos la vendimos, Martina?

— ¡Cómo pa qué, cristiano…! ¿A poco ya no ti‘acuerdas? Pos p‘habilitarnos de apero hor‘un‘año. ¿No mercates la coa? ¿No alquilates dos yuntas? ¿Y los pioncitos que pagates cuando l‘ascarda?

— Pos ahoy, verdá de Dios, me doy de cabezazos por menso.

— Ya ni llorar es bueno, Esteban… ¡Vámonos aguantando tantito a ver qué dice Dios! —agregó resignado Evaristo Rocha.

Es jueves, día de plaza en Quiviquinta. Esteban y Martina limpiecitos de cuerpo y ropas van al mercado, obedeciendo más a una costumbre, que llevados por una necesidad, impelidos mejor por el hábito que por las perspectivas que pudiera ofrecerles el ―tianguis‖ miserable, casi solitario, en el que se reflejan la penuria y el desastre regional, algunos ―puestos‖ de verduras marchitas, lacias; una mesa con vísceras oliscadas, cubiertas de moscas; un cazo donde hierven dos o tres kilos de carne flaca de cerdo, ante la expectación de los perros que, sobre sus traseros huesudos y roñosos, se relamen en vana espera del bocado que para sí quisieran los niños harapientos, los niños muertos de hambre que juegan de manos, poniendo en peligro la triste integridad de los tendidos de cacahuates y de naranjas amarillas y mustias.

Esteban y Martina van al mercado por la Calle Real de Quiviquinta; él adelante, lleva bajo el brazo una gallinita ―búlique‖ de cresta encendida; ella carga a la chiquilla. Martina va orgullosa de la gorra de tira bordada y del blanco roponcito que cubre el cuerpo moreno de su hijita.

Tropiezan en su camino con Evaristo Rocha.

— ¿Van de compras? —pregunta el amigo por saludo.

— ¿De compras? No, vale, está muy flaca la caballada; vamos a ver que vemos… Yo llevo la ―búlique‖ por si le hallo marchante… Si eso ocurre, pos le merco a ésta algo de ―plaza‖…

— ¡Que así sea, vale… Dios con ustedes!

Al pasar por la casa de don Remigio ―el barbón‖, Esteban detiene su paso y mira, sin disimular su envidia, cómo un peón ordeña una vaca enclenque y melancólica, que aparta con su rabo la nube de moscas que la envuelve.

— Bien‘haigan los ricos… La familia de don Remigio no pasa ni pasará hambre… Tiene tres vacas. De malas cada una dará sus tres litros… Dos p‘al gasto y lo que sobra, pos pa venderlo… Esta gente sí tendrá modod de sembrar el año que viene; pero uno…

Martina mira impávida a su hombre. Luego los dos siguen su camino.

Martina descorteza con sus dientes chaparros, anchos y blanquísimos, una caña de azúcar. Esteban la mira en silencio, mientras arrulla torpemente entre sus brazos a la niña que llora a todo pulmón.

La gente va y viene por el “tianguis” sin resolverse siquiera a preguntar los precios de la escasa mercancía que los tratantes ofrecen a grito pelado… ¡Está todo tan caro!

Esteban, de pie, aguarda. Tirada, entre la tierra suelta, alea, rigurosamente maniatada, la gallinita “búlique”.

— ¿Cuánto por el mole? —pregunta un atrevido, mientras hurga con mano experta la pechuga del avecita para cerciorarse de la cuantía y de la calidad de sus carnes.

— Cuatro pesos —responde Esteban…

— ¿Cuatro pesos? Pos ni que juera ternera…

— Es pa que ofrezcas, hombre…

— Doy dos por ella.

— No… ¿A poco crés que me la robé?

— Ni pa ti, ni pa mí… Veinte reales.

— No, vale, de máiz se los ha tragado.

Y el posible comprador se va sin dar importancia a su fracasada adquisición.

— Se l‘hubieras dado, Esteban, ya tiene la güevera seca de tan vieja —dijo Martina.

La niña sigue llorando; Martina hace a un lado la caña de azúcar y cobra a la hija de los brazos de su marido. Alza su blusa hasta el cuello y deja al aire los categóricos, los hermosos pechos morenos, trémulos como un par de odres a reventar. La niña se prende a uno de ellos; Martina, casta como una matrona bíblica, deja mamar a la hija, mientras en sus labios retoza una tonadita bullanguera.

El rumor del mercado adquiere un nuevo sonido; es el motor de un automóvil que se acerca. Un automóvil en Quiviquinta es un acontecimiento raro. Aislado el pueblo de la carretera, pocos vehículos mecánicos se atreven por brechas serranas y bravías. La muchachada sigue entre gritos y chacota al auto que, cuando se detiene en las cercanías de la plaza, causa curiosidad entre la gente. De él se apea una pareja: el hombre alto, fuerte, de aspecto próspero y gesto orgulloso; la mujer menuda, debilucha y de ademanes tímidos.

Los recién llegados recorren con la vista al ―tianguis‖, algo buscan. Penetran entre la gente, voltean de un lado a otro, inquieren y siguen preocupados su búsqueda.

Se detienen en seco frente a Esteban y Martina; ésta, al mirar a los forasteros se echa el rebozo sobre sus pechos, presa de súbito rubor; sin embargo, la maniobra es tardía, ya los extraños habían descubierto lo que necesitaban:

— ¿Has visto? —pregunta el hombre a la mujer.

— Sí —responde ella calurosamente—. ¡Ésa, yo quiero ésa, está magnífica…!

— ¡Que si está! —exclama el hombre entusiasmado.

Luego, sin más circunloquios, se dirige a Martina:

— Eh, tú, ¿no quieres irte con nosotros? Te llevamos de nodriza a Tepic para que nos críes a nuestro hijito.

La india se queda embobada, mirando a la pareja sin contestar.

— Veinte pesos mensuales, buena comida, buena cama, buen trato…

— No —responde secamente Esteban.

— No seas tonto, hombre, se están muriendo de hambre y todavía se hacen del rogar —ladra el forastero.

— No —vuelve a cortar Esteban.

— Veinticinco pesos cada mes. ¿Qui‘húbole?

— No.

— Bueno, para no hablar mucho, cincuenta pesos.

— ¿Da setenta y cinco pesos? Y me lleva a “media leche” —propone inesperadamente Martina.

Esteban mira extrañado a su mujer; quiere terciar, pero no lo dejan.

— Setenta y cinco pesos de “leche entera”… ¿Quieres?

Esteban se ha quedado de una pieza y cuando trata de intervenir, Martina le tapa la boca con su mano.

— ¡Quiero! —responde ella. Y luego al marido mientras le entrega a su hija—: Anda, la crías con leche de cabra mediada con arroz… a los niños pobres todo les asienta. Yo y ella estamos obligadas a ayudarte.

Esteban maquinalmente extiende los brazos para recibir a su hija.

Y luego Martina con gesto que quiere ser alegre:

— Si don Remigio ―el barbón‖ tiene sus vacas d‘ionde sacar el avío pal‘año que‘ntra, tú, Esteban, también tienes la tuya… y más rendidora. Sembraremos l‘año que‘ntra toda la parcela, porque yo conseguiré l‘avío.

— Vamos —dice nervioso el forastero tomando del brazo a la muchacha.

Cuando Martina sube al coche, llora un poquitín.

La mujer extraña trata de confortarla.

— Estas indias cora —acota el hombre— tienen fama de ser muy buenas lecheras…

El coche arranca. La gente del “tianguis” no tiene ojos más que para verlo partir.

Esteban llama a gritos a Martina. Su reclamo se pierde entre la algarabía.

Después toma el camino hacia su casa; no vuelve la cara, va despacio, arrastrando los pies… Bajo el brazo, la gallina “búlique” y, apretada contra el pecho, la niña que gime huérfana de sus dos cantaritos de barro moreno.

 

BIOGRAFÍA DE EDMUNDO VALADÉS

  

Edmundo Valadés 

El escritor y periodista mexicano, nació el 22 de febrero de 1915 en Guaymas, Sonora. Sus primeras incursiones dentro del género periodístico se dieron en los suplementos culturales de Novedades y El Nacional así como en las revistas América y Cuadernos Americanos, entre otros; esto una vez que el autor se mudó a temprana edad a la Ciudad de México. Es publicado por primera vez  como cuentista en 1955 por el Fondo de Cultura Económica. Su primera obra, La muerte tiene permiso, es una compilación de cuentos que sitúa al autor dentro de la llamada Generación del Medio Siglo,  por su constante cuestionamiento de los presupuestos de la Revolución Mexicana.  Ésta está integrada, entre otros, por Sergio Pitol, Sergio Galindo, Ricardo Garibay y Carlos Fuentes.En  mayo de 1964, dirige la revista El Cuento, misma que se convertiría en un espacio privilegiado para la divulgación del nuevo talento literario mexicano. Dentro de su cuentística, destacan Antípoda (1961), Rock (1963), Las dualidades funestas (1966) y Sólo los sueños y los deseos son inmortales, palomita (1986). También cabe mencionar los estudios sobre el cuento y  la novela de la Revolución recopilados en La Revolución y las letras, publicado en 1960 así como Por caminos de Proust en 1974. Entre algunos de los premios más importantes de su trayectoria tanto literaria como periodística, está la medalla Nezahualcóyotl, otorgada por la Sociedad General de Escritores de México en 1978; el Premio Nacional de Periodismo en 1981; y el Premio Rosario Castellanos en 1983. Muere  en la ciudad de México el 30 de noviembre de 1994.

                                                                    Obras Citadas

“Edmundo Valadés”. Cuento de nunca acabar 29 de marzo de 2008     <http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/act_permanentes/lengua_comunicacion/el_oto%F1o/entrale/cuento%20nunca%20acabar/edmundobiograf.htm>.  

“Edmundo Valadés”. Cultura Sonorense. Tec de Monterrey Campus Sonora Norte. 25 de marzo de 2008 <http://www.her.itesm.mx/academia/profesional/humanidades/index.htm>.

Ocampo de Gómez, Aurora M. y Ernesto Prado Velásquez. Diccionario de escritores mexicanos. México: UNAM, 1967. 395-96.

Pereira, Armando, et al. Diccionario de literatura mexicana: siglo XX. México: UNAM; Ediciones Coyoacán, 2004. 207-09.
 

  La muerte tiene permiso
    Edmundo Valadés


Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.
-Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro…
-Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.
-¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.
-Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso?
El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre del campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano.
Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades.
-Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.
Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un candil.
Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe tomar la palabra.
-Yo crioque Jilipe: sabe mucho…
-Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez…
No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:
-Pos que le toque a Sacramento…
Sacramento espera.
-Ándale, levanta la mano…
La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra está concedida.
-Órale, párate.
La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:
-A ver ése que pidió la palabra, lo estamos esperando.
Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.
-Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja contra el Presidente Municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al Presidente Municipal.
Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.
-Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos querían cobrar de más. Pero el Presidente Municipal trajo unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaban las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos…
Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.
-Pos luego lo de m’ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al Presidente Municipal, pa reclamarle… Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del Presidente Municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada…
La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla al extremo de la mesa.
-Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el Presidente Municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos…
Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de Sacramento es lo único que resuena en el recinto.
-Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita, hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el Presidente Municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a deveras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.
Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.
-Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes -y Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano…
Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.
-Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.
-No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia, ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.
-Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.
-Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.
-¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian? Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta.
-Yo pienso como usted, compañero.
-Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una petición como ésta.
Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre del campo. Su voz es inapelable.
Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.
Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos.
Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al Presidente Municipal, que levanten la mano…
Todos los brazos se tienden a lo alto. También las de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa.
-La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan.
Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.
-Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas está difunto

BIOGRAFÍA DE JUAN RULFO / CUENTO LUVINA

Juan Rulfo

(Apulco, Jalisco, 1918 - Ciudad de México, 1986) Escritor mexicano. Un solo libro de cuentos, El llano en llamas (1953), y una única novela, Pedro Páramo (1955), bastaron para que Juan Rulfo fuese reconocido como uno de los grandes maestros de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. Su obra, tan breve como intensa, ocupa por su calidad un puesto señero dentro del llamado Boom de la literatura hispanoamericana de los años 60, fenómeno editorial que dio a conocer al mundo la talla de los nuevos (y no tan nuevos, como en el caso de Rulfo) narradores del continente.


Juan Rulfo

Nacido en Apulco, en el distrito jalisciense de Sayula, Juan Rulfo creció entre su localidad natal y el cercano pueblo de San Gabriel, villas rurales dominada por la superstición y el culto a los muertos, y sufrió allí las duras consecuencias de las luchas cristeras en su familia más cercana (su padre fue asesinado). Esos primeros años de su vida habrían de conformar en parte el universo desolado que Juan Rulfo recreó en su breve pero brillante obra.

En 1934 se trasladó a Ciudad de México, donde trabajó como agente de inmigración en la Secretaría de la Gobernación. A partir de 1938 empezó a viajar por algunas regiones del país en comisiones de servicio y publicó sus cuentos más relevantes en revistas literarias. En los quince cuentos que integran El llano en llamas (1953), Rulfo ofreció una primera sublimación literaria, a través de una prosa sucinta y expresiva, de la realidad de los campesinos de su tierra, en relatos que trascendían la pura anécdota social.

En su obra más conocida, Pedro Páramo (1955), Juan Rulfo dio una forma más perfeccionada a dicho mecanismo de interiorización de la realidad de su país, en un universo donde cohabitan lo misterioso y lo real; el resultado es un texto profundamente inquietante que ha sido juzgado como una de las mejores novelas de la literatura contemporánea.

El protagonista de la novela, Juan Preciado, llega a la fantasmagórica aldea de Comala en busca de su padre, Pedro Páramo, al que no conoce. Las voces de los habitantes le hablan y reconstruyen el pasado del pueblo y de su cacique, el temible Pedro Páramo; Preciado tarda en advertir que en realidad todo los aldeanos han muerto, y muere él también, pero la novela sigue su curso, con nuevos monólogos y conversaciones entre difuntos, trazando el sobrecogedor retrato de un mundo arruinado por la miseria y la degradación moral. Como el Macondo de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, o la Santa María de Juan Carlos Onetti, la ardiente y estéril Comala se convierte en el espacio mítico que refleja el trágico desarrollo histórico del país, desde el Porfiriato hasta la Revolución Mexicana.

Desde el punto de vista técnico, Pedro Páramo se sirve magistralmente de las innovaciones introducidas en la literatura europea y norteamericana de entreguerras (Proust, Joyce, Faulkner), línea que en los años 60 seguirían Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Carlos Fuentes y otros autores del Boom. De este modo, aunque la novela se plantea inicialmente como un relato en primera persona en boca de su protagonista, pronto se asiste a la fragmentación del universo narrativo por la alternancia de los puntos de vista (con uso frecuente del monólogo interior) y los saltos cronológicos. Rulfo escribió también guiones cinematográficos como Paloma herida (1963) y otra excelente novela corta, El gallo de oro (1963). En 1970 recibió el Premio Nacional de Literatura de México, y en 1983, el Príncipe de Asturias de la Letras.

 

Juan Rulfo
(México, 1918-1986)

Luvina
(El Llano en llamas, 1953)


        De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo de que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir,porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.
         ...Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.
         —Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.”
         El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.
         Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.
         Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas.
         Y afuera seguía avanzando la noche.
         —¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! —volvió a decir el hombre. Después añadió:
         —Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto,coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...
         Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, y fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”
         Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:
         —Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.
         “...Sí llueve poco. Tampoco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos c omo piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”
         Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:
         —Por cualquier lado que se le mire. Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta que se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.
         “...Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver cuando había luna en Luvina,fue la imagen del desconsuelo...siempre.
         ”Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”
         Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.
         El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:
         —Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá deje la vida... Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá... Está bien. Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso... Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina... ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mi me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado...Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:
         “—Yo me vuelvo— nos dijo.
         “Espera, No vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.
         “—Aquí se fregarían más— nos dijo— mejor me vuelvo.
         “Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.
         “Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En aquel lugar en donde sólo se oía el viento...
         “Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
         “Entonces yo le pregunté a mi mujer:
         “—¿En qué país estamos, Agripina?
         “Y ella se alzó de hombros.
         “—Bueno. Si no te importa, ve a buscar a dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos —le dije.
         “Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.
         “Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.
         “—¿Qué haces aquí Agripina?
         “—Entré a rezar— nos dijo.
         “—¿Para qué?— Le pregunté yo.
         “Y ella se alzó de hombros.
         “Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.
         “—¿Dónde está la fonda?
         “—No hay ninguna fonda.
         “—¿Y el mesón?
         “—No hay ningun mesón
         “—Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? —le pregunté.
         “—Sí, allí enfrente... unas mujeres... Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran...Han estado asomándose para acá... Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos... Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer... Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.
         “—¿Porqué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
         “—Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
         “—¿Qué país éste, Agripina?
         “ Y ella volvió a alzarse de hombros.
         “Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.
         “Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.
         “Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso... Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:
         “—¿Qué es? —me dijo.
         “—¿Qué es qué?— le pregunté.
         “—Eso, el ruido ese.
         “—Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.
         “Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.
         “—¿Qué quieren?— les pregunté— ¿Qué buscan a estas horas?
         “ Una de ellas respondió:
         “—Vamos por agua.
         “Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros cántaros.
         “ No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.
        “...¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.”


         —Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad?...La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad... Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza.
         “Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor... Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.
         “Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice... Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.
         “Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde... Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y uno como gruñido cuando se van... Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca... Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley...
         “Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo... Solos, en aquella soledad de Luvina.
         “Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! —les dije—. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El gobierno nos ayudará.’
         “Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.
         “—¿Dices que el gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al gobierno?
         “Les dije que sí.
         “—También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de gobierno.
         “Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el gobierno no tenía madre.
         “Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe.
         “—Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad —me dijeron—. Pero si nosotros nos vamos, Quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
         “Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya, Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas. casi arrastrados por el viento.
         “—¿No oyen ese viento?— Les acabé por decir—. Él acabará con ustedes.
         “—Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios —me contestaron—. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.
         “Ya no volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.
         “...Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’
         En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas..Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo...
         “San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo..
         “¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. !Oye , Camilo, mándanos ahora unos mezcales!
         “Pues sí, como le estaba yo diciendo...”
         Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.
         Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.
         El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.

 

biografía de Mario Benedetti

Mario Benedetti

(Paso de los Toros, 1920 - Montevideo, 2009) Escritor uruguayo. Mario Benedetti fue un destacado poeta, novelista, dramaturgo, cuentista y crítico, y, junto con Juan Carlos Onetti, la figura más relevante de la literatura uruguaya de la segunda mitad del siglo XX y uno de los grandes nombres del Boom de la literatura hispanoamericana. Cultivador de todos los géneros, su obra es tan prolífica como popular; novelas suyas como La tregua (1960) o Gracias por el fuego (1965) fueron adaptadas para la gran pantalla, y diversos cantantes contribuyeron a difundir su poesía musicando sus versos.


Mario Benedetti

Mario Benedetti trabajó en múltiples oficios antes de 1945, año en que inició su actividad de periodista en La Mañana, El Diario, Tribuna Popular y el semanario Marcha, entre otros. En la obra de Mario Benedetti pueden diferenciarse al menos dos periodos marcados por sus circunstancias vitales, así como por los cambios sociales y políticos de Uruguay y el resto de América Latina. En el primero, Benedetti desarrolló una literatura realista de escasa experimentación formal, sobre el tema de la burocracia pública, a la cual él mismo pertenecía, y el espíritu pequeño-burgués que la anima.

El gran éxito de sus libros poéticos y narrativos, desde los versos de Poemas de la oficina (1956) hasta los cuentos sobre la vida funcionarial de Montevideanos (1959), se debió al reconocimiento de los lectores en el retrato social y en la crítica, en gran medida de índole ética, que el escritor formulaba. Esta actitud tuvo como resultado un ensayo ácido y polémico: El país de la cola de paja (1960), y su consolidación literaria en dos novelas importantes: La tregua (1960), historia amorosa de fin trágico entre dos oficinistas, y Gracias por el fuego (1965), que constituye una crítica más amplia de la sociedad nacional, con la denuncia de la corrupción del periodismo como aparato de poder.

En el segundo periodo de este autor, sus obras se hicieron eco de la angustia y la esperanza de amplios sectores sociales por encontrar salidas socialistas a una América Latina subyugada por represiones militares. Durante más de diez años, Mario Benedetti vivió en Cuba, Perú y España como consecuencia de esta represión. Su literatura se hizo formalmente más audaz. Escribió una novela en verso, El cumpleaños de Juan Ángel (1971), así como cuentos fantásticos como los de La muerte y otras sorpresas (1968). Trató el tema del exilio en la novela Primavera con una esquina rota (1982) y se basó en su infancia y juventud para la novela autobiográfica La borra del café (1993).


Mario Benedetti

En su obra poética se vieron igualmente reflejadas las circunstancias políticas y vivenciales del exilio uruguayo y el regreso a casa: La casa y el ladrillo (1977), Vientos del exilio (1982), Geografías (1984) y Las soledades de Babel (1991). En teatro, Mario Benedetti denunció la institución de la tortura con Pedro y el capitán (1979), y en el ensayo comentó diversos aspectos de la literatura contemporánea en libros como Crítica cómplice (1988). Reflexionó sobre problemas culturales y políticos en El desexilio y otras conjeturas (1984), obra que recoge su labor periodística desplegada en Madrid.

También en esos años recopiló sus numerosos relatos breves, reordenándolos, en la colección Cuentos completos (1986), que sería ampliada en 1994. Junto a la solidez de su estructura literaria, debe destacarse como rasgo esencial de los relatos de Benedetti la presencia de un elemento impalpable, no formulado explícitamente, pero que adquiere en sus textos el carácter de una potente irradiación de ondas telúricas que recorre a los protagonistas de sus historias, para ser transmitida por ellos mismos (casi sin intervención del autor, podría decirse) directamente al lector. La predilección por este género y la pericia que mostró en él emparenta a Mario Benedetti con los grandes autores del Boom de la literatura hispanoamericana de los años 60, especialmente con los maestros del relato corto (los argentinos Jorge Luis Borges y Julio Cortázar); de hecho, por el altísimo nivel del conjunto de su obra, se le concede la misma relevancia que a los restantes protagonistas del Boom, desde los mexicanos Juan Rulfo y Carlos Fuentes hasta el peruano Mario Vargas Llosa o el premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez .


En 1997 publicó la novela Andamios, de marcado signo autobiográfico, en la que da cuenta de las impresiones que siente un escritor uruguayo cuando, tras muchos años de exilio, regresa a su país. En 1998 regresó a la poesía con La vida, ese paréntesis, y en el mes de mayo del año siguiente obtuvo el VIII Premio de Poesía Iberoamericana Reina Sofía. En 1999 publicó el séptimo de sus libros de relatos, Buzón de tiempo, integrado por treinta textos. Ese mismo año vio la luz su Rincón de haikus, clara muestra de su dominio de este género poético japonés de signo minimalista, tras entrar en contacto con él años atrás gracias a Cortázar.

En marzo de 2001 recibió el Premio Iberoamericano José Martí en reconocimiento a toda su obra; ese mismo año publicó El mundo en que respiro (poemas) y dos años más tarde presentó un nuevo libro de relatos: El porvenir de mi pasado (2003). Al año siguiente publicó Memoria y esperanza, una recopilación de poemas, reflexiones y fotografías que resumen las cavilaciones del autor sobre la juventud. También en 2004 se publicó en Argentina el libro de poemas Defensa propia.

Ese mismo año fue investido doctor honoris causa por la Universidad de la República del Uruguay; durante la ceremonia de investidura recibió un calurosísimo homenaje de sus compatriotas. En 2005 fue galardonado con el Premio Internacional Menéndez Pelayo. Sus últimos trabajos fueron los poemarios Canciones del que no canta (2006) y Testigo de uno mismo (2008), el ensayo Vivir adrede (2007) y el drama El viaje de salida (2008). 

 

         La noche de los feos    
    Mario Benedetti

 
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No,
de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, quesólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio.
Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro. Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la
primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos,
pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno
a saber. Todos - de la mano o del brazo - tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos
las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin
curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que
me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que
devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin
barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía
mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su
oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo
héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo
lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También
para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero
no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué
suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el
ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura
en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se
detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos
un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida
que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de
asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad
enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente,
milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada
intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas
carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos
fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que
coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien
parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para
sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿que está pasando)", le pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la
prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo
estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la
sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a
fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan
equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es
inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo
lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero
hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total.
¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la
vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí,
tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella
respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta que ahora estaba inmóvil, a la
espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me
transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos
también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme ( y arrancarla) de aquella mentira
que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No
éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió
lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta,
convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco
temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus
lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y
repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la
cortina doble.