Juan Rulfo
(Apulco, Jalisco, 1918 - Ciudad de México, 1986) Escritor mexicano. Un solo libro de cuentos, El llano en llamas (1953), y una única novela, Pedro Páramo (1955), bastaron para que Juan Rulfo fuese reconocido como uno de los grandes maestros de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. Su obra, tan breve como intensa, ocupa por su calidad un puesto señero dentro del llamado Boom de la literatura hispanoamericana de los años 60, fenómeno editorial que dio a conocer al mundo la talla de los nuevos (y no tan nuevos, como en el caso de Rulfo) narradores del continente.
Juan Rulfo
Nacido en Apulco, en el distrito jalisciense de Sayula, Juan Rulfo creció entre su localidad natal y el cercano pueblo de San Gabriel, villas rurales dominada por la superstición y el culto a los muertos, y sufrió allí las duras consecuencias de las luchas cristeras en su familia más cercana (su padre fue asesinado). Esos primeros años de su vida habrían de conformar en parte el universo desolado que Juan Rulfo recreó en su breve pero brillante obra.
En 1934 se trasladó a Ciudad de México, donde trabajó como agente de inmigración en la Secretaría de la Gobernación. A partir de 1938 empezó a viajar por algunas regiones del país en comisiones de servicio y publicó sus cuentos más relevantes en revistas literarias. En los quince cuentos que integran El llano en llamas (1953), Rulfo ofreció una primera sublimación literaria, a través de una prosa sucinta y expresiva, de la realidad de los campesinos de su tierra, en relatos que trascendían la pura anécdota social.
En su obra más conocida, Pedro Páramo (1955), Juan Rulfo dio una forma más perfeccionada a dicho mecanismo de interiorización de la realidad de su país, en un universo donde cohabitan lo misterioso y lo real; el resultado es un texto profundamente inquietante que ha sido juzgado como una de las mejores novelas de la literatura contemporánea.
Desde el punto de vista técnico, Pedro Páramo se sirve magistralmente de las innovaciones introducidas en la literatura europea y norteamericana de entreguerras (Proust, Joyce, Faulkner), línea que en los años 60 seguirían Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Carlos Fuentes y otros autores del Boom. De este modo, aunque la novela se plantea inicialmente como un relato en primera persona en boca de su protagonista, pronto se asiste a la fragmentación del universo narrativo por la alternancia de los puntos de vista (con uso frecuente del monólogo interior) y los saltos cronológicos. Rulfo escribió también guiones cinematográficos como Paloma herida (1963) y otra excelente novela corta, El gallo de oro (1963). En 1970 recibió el Premio Nacional de Literatura de México, y en 1983, el Príncipe de Asturias de la Letras.
Juan
Rulfo
(México, 1918-1986)
Luvina
(El Llano en llamas,
1953)
De los cerros altos del sur, el de
Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra
gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le
sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube
hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han
encargado de desmenuzarla, de modo de que la tierra de por allí es blanca
y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer;
aunque esto es un puro decir,porque en Luvina los días son tan fríos
como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer
sobre la tierra.
...Y la tierra es
empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que
se pierde tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben
los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina,
como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento
que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas
si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus
manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un
poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus
amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo
oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el
de un cuchillo sobre una piedra de afilar.
—Ya mirará usted ese
viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena
de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se
planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran
días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero
de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si
tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso,
raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala
picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como
si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá
usted.”
El hombre aquel que
hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.
Hasta ellos llegaba el
sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los
camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los
almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio
iluminado por la luz que salía de la tienda.
Los comejenes entraban y
rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas
chamuscadas.
Y afuera seguía
avanzando la noche.
—¡Oye, Camilo,
mándanos otras dos cervezas más! —volvió a decir el hombre. Después
añadió:
—Otra cosa, señor.
Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está
desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra
nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para
descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá
eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el
más alto,coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de
muerto...
Los gritos de los niños
se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se
levantara, y fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos!
¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”
Luego, dirigiéndose otra
vez a la mesa, se sentó y dijo:
—Pues sí, como le
estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas
tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el
pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se
arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si
fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se
quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días
se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de
que no regresen en varios años.
“...Sí llueve poco.
Tampoco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y
achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que
allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos c
omo piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si
allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”
Bebió la cerveza hasta
dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:
—Por cualquier lado que
se le mire. Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se
dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no
se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la
cara. Y usted, si quiere puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El
aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí
como si allí hubiera nacido. Y hasta que se puede probar y sentir, porque
está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente
como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.
“...Dicen los de allí
que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo
las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre
lo que llegué a ver cuando había luna en Luvina,fue la imagen del
desconsuelo...siempre.
”Pero tómese su
cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal
vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo
sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí
uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando
vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que
ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos
estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese
su cerveza. Yo sé lo que le digo.”
Allá afuera seguía
oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando.
Parecía ser aún temprano, en la noche.
El hombre se había ido a
asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:
—Resulta fácil ver las
cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen
parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir
hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá deje
la vida... Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y
acabado. Y ahora usted va para allá... Está bien. Me parece recordar el
principio. Me pongo en su lugar y pienso... Mire usted, cuando yo llegué
por primera vez a Luvina... ¿Pero me permite antes que me tome su
cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mi me sirve de mucho. Me
alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite
alcanforado...Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a
Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran
las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:
“—Yo me vuelvo— nos
dijo.
“Espera, No vas a dejar
sestear a tus animales? Están muy aporreados.
“—Aquí se fregarían
más— nos dijo— mejor me vuelvo.
“Y se fue dejándose
caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se
alejara de algún lugar endemoniado.
“Nosotros, mi mujer y
mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con
todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En aquel lugar en donde sólo
se oía el viento...
“Una plaza sola, sin
una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
“Entonces yo le
pregunté a mi mujer:
“—¿En qué país
estamos, Agripina?
“Y ella se alzó de
hombros.
“—Bueno. Si no te
importa, ve a buscar a dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te
aguardamos —le dije.
“Ella agarró al más
pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.
“Al atardecer, cuando
el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla.
Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en
la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el
niño dormido entre sus piernas.
“—¿Qué haces aquí
Agripina?
“—Entré a rezar—
nos dijo.
“—¿Para qué?— Le
pregunté yo.
“Y ella se alzó de
hombros.
“Allí no había a
quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos
socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire
como un cedazo.
“—¿Dónde está la
fonda?
“—No hay ninguna
fonda.
“—¿Y el mesón?
“—No hay ningun
mesón
“—Viste a alguien?
¿Vive alguien aquí? —le pregunté.
“—Sí, allí
enfrente... unas mujeres... Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas
de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran...Han estado asomándose
para acá... Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos... Pero no
tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este
pueblo no había de comer... Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a
Dios por nosotros.
“—¿Porqué no
regresaste allí? Te estuvimos esperando.
“—Entré aquí a
rezar. No he terminado todavía.
“—¿Qué país éste,
Agripina?
“ Y ella volvió a
alzarse de hombros.
“Aquella noche nos
acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar
desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte.
Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo
estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas;
golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces
grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a
todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada
sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.
“Los niños lloraban
porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mi mujer, tratando de
retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo
allí, sin saber qué hacer.
“Poco después del
amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en
esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera
juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso... Se oía la
respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer
ahí a mi lado:
“—¿Qué es? —me
dijo.
“—¿Qué es qué?—
le pregunté.
“—Eso, el ruido ese.
“—Es el silencio.
Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.
“Pero al rato oí yo
también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca
de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me
levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de
murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las
puertas y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al
hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el
negro fondo de la noche.
“—¿Qué quieren?—
les pregunté— ¿Qué buscan a estas horas?
“ Una de ellas
respondió:
“—Vamos por agua.
“Las vi paradas frente
a mí, mirándome. Luego como si fueran sombras, echaron a caminar calle
abajo con sus negros cántaros.
“ No, no se me
olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.
“...¿No cree que esto
se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor
del recuerdo.”
—Me parece que usted me
preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad?...La verdad es que no
lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo
enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad... Y es que allá el
tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le
preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se
acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día
de la muerte, que para ellos es una esperanza.
“Usted ha de pensar que
le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor... Estar
sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol,
subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y
entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la
eternidad. Esto hacen allí los viejos.
“Porque en Luvina sólo
viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien
dice... Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que
han nacido allí se han ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres.
Como quien dice, pegan el brinco del pecho del pecho de la madre al
azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.
“Sólo quedan los puros
viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe
dónde... Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba;
se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y uno como gruñido
cuando se van... Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan
otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos
hasta el año siguiente, y a veces nunca... Es la costumbre. Allí le
dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para
los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe
cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley...
“Mientras tanto, los
viejos aguardan por ellos por el día de la muerte, sentados en sus
puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la
gratitud del hijo... Solos, en aquella soledad de Luvina.
“Un día traté de
convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena.
‘¡Vámonos de aquí! —les dije—. No faltará modo de acomodarnos en
alguna parte. El gobierno nos ayudará.’
“Ellos me oyeron, sin
parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se
asomaba una lucecita allá muy adentro.
“—¿Dices que el
gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al gobierno?
“Les dije que sí.
“—También nosotros
lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre
de gobierno.
“Yo les dije que era la
Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la
única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes
molenques y me dijeron que no, que el gobierno no tenía madre.
“Y tienen razón,
¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los
muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él
hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe.
“—Tú nos quieres
decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar
hambres sin necesidad —me dijeron—. Pero si nosotros nos vamos, Quién
se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos
solos.
“Y allá siguen. Usted
los verá ahora que vaya, Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose
su propia saliva. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las
casas. casi arrastrados por el viento.
“—¿No oyen ese
viento?— Les acabé por decir—. Él acabará con ustedes.
“—Dura lo que debe de
durar. Es el mandato de Dios —me contestaron—. Malo cuando deja de
hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa
la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el
sol se esté allá arriba. Así es mejor.
“Ya no volví a decir
nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.
“...Pero mire las
maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas.
Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted
va a ir a San Juan Luvina.’
En esa época tenía yo
mis fuerzas. Estaba cargado de ideas..Usted sabe que a todos nosotros nos
infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas
partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo...
“San Juan Luvina. Me
sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un
lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien
le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que
allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y
eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá
comprenderá pronto lo que le digo..
“¿Qué opina usted si
le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se
levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. !Oye , Camilo,
mándanos ahora unos mezcales!
“Pues sí, como le
estaba yo diciendo...”
Pero no dijo nada. Se
quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus
alas rondaban como gusanitos desnudos.
Afuera seguía oyéndose
cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los
camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño
cielo de la puerta se asomaban las estrellas.
El hombre que miraba a
los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.
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